Crónicas y Entrevistas

Del “narco” al “huachicolero”: crónica de una guerra inventada.

La estrategia del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) para detener el saqueo sistémico de hidrocarburos de las refinerías, las instalaciones marítimas y ductos de Pemex es el objeto de una disputa simbólica que no puede subestimarse.

Los medios de comunicación han reportado el resguardo de los hidrocarburos con soldados y las investigaciones de la Unidad de Inteligencia Financiera que ya comenzaron a enfocarse en cuentas bancarias de individuos y empresas vinculadas a la venta ilegal de combustible. Y aunque esto causó en principio problemas de desabasto de gasolina en numerosos puntos del país, incluida la Ciudad de México, distintas encuestas conducidas por medios de comunicación nacionales mostraron que entre 62% (Reforma) y 89% (El Financiero) de la población consultada está de acuerdo y respalda las medidas ordenadas por AMLO para detener el robo de 9 millones de litros diarios, valuado anualmente en 60 mil millones de pesos.
Pero las acciones del gobierno federal deben ahora definirse en el terreno del imaginario colectivo para deslindarse del debate sobre la mal llamada “guerra contra el narco” emprendida por las presidencias anteriores. Me explico: el lenguaje que ha sido utilizado entre ciertos analistas, medios de comunicación e incluso funcionarios del gobierno federal para describir la estrategia del presidente, lejos de esclarecer los eventos de las últimas semanas, los malinterpreta y los reduce a una equivocada narrativa que los equipara con la violenta militarización que dejó el siniestro saldo de más de 250 mil homicidios y 60 mil desapariciones forzadas entre 2007 y 2018.

El paralelismo parecería evidente: el presidente Felipe Calderón comenzó su sexenio en 2006 anunciando una guerra contra el “narco”, que según reportes de inteligencia mexicana y estadunidense controlaba múltiples regiones y corrompía gobiernos y policías enteras de todo el país; AMLO habría hecho lo suyo, se nos dice, anunciando un “combate” al “huachicoleo”, el principal responsable del multimillonario robo de hidrocarburos operando miles de tomas clandestinas por todo el país.

Propongo cuestionar la legitimidad de esta comparación y observar su reverso: la “guerra contra el huachicoleo” es una guerra inventada para construir una falsa emergencia de “seguridad nacional”. Al igual que el “narco” de los gobiernos pasados, el “huachicolero” es el nuevo delincuente fabricado para criminalizar la pobreza y al mismo tiempo borrar la responsabilidad de los verdaderos responsables del saqueo de hidrocarburos en las refinerías y las plataformas marítimas de Pemex: la corrupta clase político-empresarial de los dos sexenios anteriores.

Tanto el “narco” como el “huachicolero” son mitos concebidos para encubrir procesos de criminalidad. El “narco” fue la falsa excusa de la militarización ordenada por Calderón. El “huachicolero”, en cambio, está siendo imaginado como el nuevo enemigo doméstico por los medios de comunicación, por analistas y hasta por funcionarios del gobierno federal, a pesar de AMLO.

Una rápida búsqueda en Google muestra que la frase “guerra contra el huachicoleo” ha sido utilizada como encabezado en decenas de notas periodísticas de medios de comunicación locales y nacionales, indistintamente de su línea editorial o sesgo ideológico. Desde los periódicos La Jornada hasta Milenio, incluyendo la propia revista Proceso, han reportado la estrategia contra el robo de hidrocarburos como una “guerra”.

En sus conferencias de prensa diarias, sin embargo, AMLO no habla del “huachicoleo” y se refiere más bien a la “estrategia para detener el robo de hidrocarburos”. Explica que, haciendo un uso legítimo de las Fuerzas Armadas, se protege la circulación de hidrocarburos y se busca la detención de funcionarios públicos en complicidad con empresarios y delincuentes comunes que organizaron el robo masivo de combustible.

¿Puede pensarse esto como el principio de una guerra? Corrigiendo el célebre dictum de Clausewitz, el politólogo alemán Carl Schmitt define la guerra no como “la continuación de la política por otros medios”, sino como la ausencia de lo político, pues en la práctica de la guerra, lo que debería negociarse como una diferencia política se convierte en una confrontación hostil que sólo puede dirimirse con la aniquilación total del enemigo. En otras palabras, el objetivo de la guerra es la destrucción del enemigo y no la continuidad de algún tipo de negociación política.

La militarización ordenada por Calderón fue, en efecto, una guerra. El discurso oficial, desde luego, insistió en que se combatía a traficantes que suponían una “amenaza de seguridad nacional”. Se nos dijo que los “narcos” no sólo traficaban con drogas como cocaína y heroína, sino que protagonizaban peligrosas guerras por el control de la “plaza”, por el uso de las “rutas” y por la dominación del mercado aniquilando a sus rivales competidores.

La realidad fue otra. Con un índice de letalidad casi perfecto, el Ejército y la Policía Federal victimizaron en su mayoría a hombres de clase baja y sin educación, condenados extrajudicialmente como responsables del trasiego de droga. Sin contravenir a la clase político-empresarial que se benefició del mercado de estupefacientes y de los sistemas financieros para lavar sus ganancias, se atacó a los más vulnerables, pero se permitió el enriquecimiento ilícito de funcionarios y hombres de negocios.

El trabajo periodístico de reporteros, como Ignacio Alvarado, Dawn Paley y Federico Mastrogiovanni, nos reveló que la ­guerra también funcionó como un mecanismo para despoblar tierras comunales por medio de la violencia de Estado organizada para acceder al rico subsuelo de regiones del país ahora entregadas para la extracción a empresas trasnacionales. Entre estados como Tamaulipas, Coahuila y Chihuahua está el otro robo masivo de hidrocarburos: la expoliación concertada en una campaña militar de despojo, desaparición forzada, asesinato y corrupción oficial. (Junto al saqueo en las refinerías y plataformas marítimas de Pemex, AMLO debe incluir este recurrente método de “acumulación por desposesión” empleado por los gobiernos neoliberales, siguiendo aquí el concepto acuñado por el renombrado académico David Harvey).

Ciertos analistas han pretendido reactivar el discurso oficial de la “guerra contra el narco” para describir la actual estrategia de AMLO contra el robo de hidrocarburos. El politólogo y excanciller mexicano Jorge Castañeda, por ejemplo, en un curioso intento retórico, se propuso igualar las decenas de miles de homicidios desatados por la “guerra contra el narco” de Calderón con el desabasto de gasolina que ciertamente aquejó a la ciudadanía pero que hasta ahora no ha costado la vida a nadie.

“Se parece mucho a la guerra de Calderón contra el narco: la violencia no provocó la guerra; la guerra provocó la violencia –anotó Castañeda–. Aquí, el desabasto provocó la guerra; la guerra no ha sido un costo inevitable y aceptable de la guerra”.

Entre las opiniones más alarmistas, el periodista Jorge Zepeda Patterson abordó el “huachicoleo” exactamente en los mismos términos en que se describía la supuesta emergencia de seguridad nacional a manos de los traficantes al comienzo del sexenio de Calderón:

“El poder del huachicol reside en buena medida en la enorme penetración que posee en el tejido social en territorios con densidad de ductos y por la enorme vulnerabilidad de éstos a lo largo de cientos de kilómetros”, anotó Zepeda utilizando un lenguaje que bien podría referirse a los sembradíos de amapola en el llamado “triángulo dorado”.

En los años en que el “narco” supuestamente controló medio país, se nos hablaba de una economía totalizante en la que los niños aspiraban a ser “sicarios” o “halcones”, y en la que familias enteras se dedicaban a la siembra y trasiego de droga. Ahora, nos advierte Zepeda, hay “pueblos completos en los que existe una división del trabajo en torno al fenómeno (del huachicoleo): desde los niños que vigilan, los hombres que se han especializado en los tecnicismos de la ordeña, los jóvenes que la trasladan a gasolineras e industrias, las mujeres que las venden a pie de carretera”.

Más aún, Zepeda mezcla narcotráfico y robo de gasolina para asegurar que los “cárteles” están también dedicados al “huachicoleo” y que en cualquier momento podrían perpetrar “actos de terrorismo” e incluso planear un atentado en contra de AMLO.

El viernes 18 de enero, la explosión de una toma clandestina en Tlahuelilpan, estado de Hidalgo, que dejado hasta ahora más de 100 muertos y decenas de heridos, parecía darles la razón. Pero no podemos pasar por alto que la explosión, accidental o intencional, no fue el resultado de una acción militar ordenada por AMLO. Por el contrario, el mensaje del nuevo fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero, fue cauteloso: “Nosotros no debemos criminalizar a toda una población, esa población tiene la obligación moral, como la tenemos nosotros, de proteger a sus hijos y de protegernos a todos los mexicanos”, declaró en una rueda de prensa el sábado 19 de enero.

En los artículos de Zepeda y Castañeda el concepto de guerra se utiliza como un significante vacío, pues carece del elemento esencial: la violencia de Estado organizada para exterminar a un enemigo designado por el propio Estado. Mediante el discurso de seguridad nacional promovido desde Estados Unidos, Calderón convirtió a miles de pobres en “traficantes” para justificar las matanzas. AMLO, lejos del asesinato extrajudicial, se resiste a criminalizar a los “huachicoleros” como los principales delincuentes.

En este punto quiero volver a la premisa inicial de mi ensayo. El problema más inmediato para la estrategia de AMLO está en el lenguaje. Quienes hablan de una “guerra contra el huachicoleo” asumen que AMLO ha ordenado a sus Fuerzas Armadas el exterminio de los delincuentes comunes que “ordeñan” ductos de Pemex para extraer gasolina para el mercado negro de combustibles.

El salto del “narco” al “huachicolero” incide en la manera en que incluso los propios funcionarios de la administración de AMLO describen el fenómeno. En una entrevista con Carmen Aristegui el 17 de enero, la titular de la Secretaría de Energía, Norma Rocío Nahle García, destacó el “huachicoleo” como el problema central que creció durante los tres gobiernos anteriores, según ella constantemente generando violencia para las comunidades donde se encuentran las 12 mil 581 tomas clandestinas que Pemex ha reportado en los ductos de casi todos los estados del país.

Pero como recuerda el reportero Arturo Rodríguez, ya desde su campaña presidencial AMLO distinguía entre un “huachicoleo de arriba” y un “huachicoleo de abajo”. Con ello señalaba que el mayor robo de combustible es perpetrado no por ladrones pedestres en la limitada perforación de un ducto en parajes despoblados, sino desde dentro de las refinerías y plataformas marítimas y en cantidades exorbitantes. Según la periodista Ana Lilia Pérez, 80% del robo ocurre “directamente dentro de la paraestatal” y no en las tomas clandestinas. Sin arriesgar la vida o la libertad perforando ductos, estos ladrones contaban con la amigable complicidad de funcionarios en todos los niveles que habrán requerido de una suerte de salvoconducto presidencial para apropiarse de la riqueza nacional a ese grado. Todavía en diciembre de 2018 se reportaba el robo diario de mil pipas, cada una con capacidad para transportar 15 mil litros de gasolina.

Es claro que AMLO repara en la importancia radical del lenguaje en torno a su estrategia. En una rueda de prensa el 6 de enero, una de las primeras para explicar el saqueo de combustible, el presidente advirtió cómo durante los gobiernos de Calderón y Peña Nieto “nos hacían creer que era por la ordeña de los ductos, (pero) fue una cortina de humo, una farsa porque en realidad este robo se permitía desde el gobierno”.

La palabra huachicoleo –asociada con vocablos indígenas y usos vernáculos que en México nombra bebidas alcohólicas adulteradas– concentra la mirada racista y clasista que borra la complejidad de un fenómeno primordialmente organizado desde la confiable protección del poder oficial y la impunidad gozosa de la clase político-empresarial.

Al insistir en una “guerra contra el huachicoleo” reproducimos el más pernicioso discurso de seguridad nacional que victimiza al pobre y solapa al político y al empresario rico. No sin ironía, nacionalizamos un problema global –como si sólo en México ocurriera el saqueo de los recursos naturales– cuando deberíamos estar nacionalizando, otra vez, el petróleo.

Emplear el lenguaje de la guerra sin advertir sus riesgos nos conducirá sin duda de regreso al camino de la militarización. Si no se extirpa del discurso oficial como un tipo de pernicioso cáncer, la “guerra contra el huachicoleo” podría resultar, al final de este sexenio, una profecía autocumplida.

Al analizar la construcción del Estado moderno, el filósofo francés Michel Foucault redefinió el concepto de guerra una vez más a contrapelo de la célebre consigna de Clausewitz para afirmar que aún la política es “la guerra librada por otros medios”. Apesadumbrado por la proliferación de convulsiones sociales en la segunda mitad del siglo XX, Foucault comprendió que los gobiernos contemporáneos adoptaban la práctica de la guerra no sólo como una constante en su quehacer geopolítico, sino como una herramienta doméstica de gobierno y control de la población.

Para escapar a la violenta inercia de la mentalidad neoliberal, es necesario suspender toda lógica de guerra. Pero esto no se reduce a retirar al Ejército de las calles, como asumen superficialmente quienes critican la Guardia Nacional propuesta por AMLO. Tampoco terminará con la aplicación de la ley y el encarcelamiento de delincuentes. Se requiere de algo más profundo: la reconquista simbólica de la nación con sus ciudadanos plenamente integrados al tejido social y no segregados entre conceptos criminalizantes como “narcos” y “huachicoleros”. Reclamemos una ciudadanía colectiva que imposibilite el lenguaje de la guerra. Exijamos, en suma, un lugar legítimo para cada habitante del país donde, pese a las diferencias políticas e incluso la profunda desigualdad social, nadie pueda ser señalado como enemigo de la nación. Construyamos un país, finalmente, en el que nunca volvamos a ser enemigos de nosotros mismos.

Fuente: Proceso.com